26.2.05

Anfiteatro inglés











Anfiteatro griego




22.2.05

Fíjate que cuando yo era niño, me decía don nico en los catorce asientos, vivía en el campo, yo te he contado, en la campiña del sur italiano, en casa de mi abuelo materno. Sí, claro en potenza, le confirmaba. Bueno, cuando yo ni siquiera pasaba el metro de altura, cabalgaba un burro, así que para subirme me tenían que ayudar. Mira de lo que me estoy acordando, lo estoy viendo, me decía. Yo iba para todos lados con mi burro; deambulaba por el pueblo, me iba a los prados, a los cerros, recorría los parronales de mesa que producía mi abuelo, todo el día sobre él. Resulta que a veces se me ponía mañoso el burro y no quería caminar, pero no era hambre porque ya se había alimentado, así que pienso ahora que estaría cansado. Un día encontré una piedra que terminaba en punta así, mostrándome la agucidad con sus dos índices, y del otro lado se redondeaba en un volumen que encajaba perfecto en el tamaño de mi palma cerrada. Entonces cuando no quería andar más, pah! lo punzaba con la piedra en la cerviz y el asino reaccionaba como arrancando hacia ningún lugar. Me obedecía inmediatamente porque le dolía así que desde ese momento me metí la piedra al bolsillo y no olvidé nunca más subirla conmigo.

Un día el burro se fue a una pileta a tomar agua, yo lo dejé porque dije este burro tiene sed. Como había una murallita circular en la fontana, que tenía cierta altura, me pude bajar. Así que me acerqué también a tomar agua y yo creo que le picó una abeja o algo porque el burro movió la cabeza fuerte y me botó al agua. Quedé entero mojado y no sabía que hacer, pero no me podía enojar con el burro porque él me llevaba, qué hacía si se iba de ahí, cómo me subía después al lomo. Así que me encaramé como estaba y me volví a casa. Apenas llegué le conté a mi abuelo lo que me había pasado, y mi abuelo me dijo, ¿cómo?, ¿el burro movió su cabeza y te tiró al agua?, ¡qué raro!, si él te quiere, ¿por qué te habrá hecho eso? Es verdad que el burro me quería si yo lo alimentaba y le daba el agua, él era mi amigo y yo también de él. ¿No será que tú le estás haciendo algo que no le gusta?, me dijo mi abuelo. Piénsalo. Piénsalo bien, nicolino, me decía.

¿Tu abuelo sabía lo de la piedra?, le pregunté inquietamente. Claro que sabía, replicó don nico, pero no me lo dijo, hizo que yo me diera cuenta sólo. Si hasta se le empezó a pelar un sector del lomo y luego se le hizo una herida ahí. Yo no me había dado cuenta antes. Así que eliminé la piedra.

Las cosas que me acuerdo de repente, qué increíble, repasaba don nico, con una cara de felicidad y los ojos en lontananza. De repente me aparecen estos recuerdos como si hubiese sido ayer que los hubiera vivido. Con razón, digo ahora, ¡por eso! Por eso me decía las cosas así mi abuelo y ahora que ya aprendí, me doy cuenta porque me las decía.

Mi complicidad fue el silencio. Cuando nos despedimos sólo sonreímos. Don nico se llevó una alegría y sus ojos de vidrio, yo, sus palabras dándose al interior de mi cráneo.




exhumación inesperada de un trozo de patio trasero
14 abr. 07

Esto, para volver

11.2.05

La mujer toma el documento mientras repasa su cara con una mirada fija. El tipo, de manos en los descansos del pantalón, le corresponde descuidadamente escaneándole también su rostro moreno, en una revisión serena. Unas cejas de buen día para esa fría mañana capitalina. La policía abre el libreto de identificación del muchacho mientras pregunta a éste su procedencia. No consigue aún respuesta cuando algo se desbarata de entre las hojas. Un bultito informe bota dos veces en el mesón y luego se aloja en medio de la alfombra al interior de la pequeña oficina de recepción aduanera. Hep!, suelta el extranjero al imaginarse haber visto caer algo desde el pasaporte, en lo que sería tal vez, su única señal de duda. Es verde, agrega seca la mujer, conforme regresa sus ojos serios a la cara del individuo dejando implícito el requerimiento de alguna explicación. La calma volcada por el andaluz le exige ir por más pruebas, por lo que toma la libreta suavemente con la yema de sus dedos y comienza a darle blandos golpecitos contra el mostrador. Cada sacudida libra una y otra traza de alguna hierba foránea, al punto de sembrar una pequeña superficie en el mesón. Qué es esto, pregunta la policía ya en forma más grave, pero sólo consigue que el hombre disponga hacia abajo las comisuras de su boca, al tiempo que en su garganta resuena un escueto murmullo con tono de ingenuidad. La policía utiliza una de las hojas duras del pasaporte para cercar los flancos de aquella materia diseminada y le hace un ademán para que éste se decidiera a prestar una aclaración coherente. Los hombros alzados del hombre ignorando el descuido, unido a su natural postura lacia, termina por desvanecer toda posibilidad de incriminación. Vencida por la displicencia del versado trotamundos, la mujer empuña el timbre y lo estampa dos veces sobre el visado, autorizando su entrada. El tipo, con alguna ligereza, envaina el documento y se echa al hombro el morral que había dispuesto entre sus tobillos para dirigirse entonces hacia las puertas de acceso del terminal. Quince pasos ciegos a un ritmo superior al promedio, paridos quizás por la íntima incertidumbre de que todavía algo pudiese deponer la venia recientemente obtenida. Su mente, atrapada aún en el sobresalto, iba observando detalles, buscando entender lo que no podía explicarse al dejarle el protagonismo estrictamente a la mera fortuna. De pronto, el hombre detiene su marcha y, brazos en jarra, vuelve ligeramente su cabeza hasta meter apenas por un costado de su rango visual, a la policía, que a tal distancia era sólo un borrador de ella. La observa por un momento. El inconveniente no le dejaba de intrigar. Únicamente le era más legible con una mirada más suspicaz, al imaginarse, análogamente, a una crupier utilizando su antebrazo y mano para recoger las apuestas del mesón mientras sentencia al público, ganó la casa. La mujer, que entonces atendía al siguiente pasajero, accidental o quizás intuitivamente, levanta y gira la cara calzando con él sus ojos. Apenas unos segundos y desacoplan. Ella vuelve a sus códigos muy tranquila. Retoma él su ruta y desaparece de la sala. Su cabeza se ve que iba meneándose levemente.





Particulares fintas de bienvenida
03 Jul. 06

Esto, para volver

9.2.05

El bondinho

Diría muy parecido a Valparaíso el lugar. Subimos con mi amigo a un tranvía esa tarde, luego de una lluvia, que en tierras colindantes a la línea imaginaria que alguien llamó cero, cuando se presenta, el aire se colma de humedad y la película que a uno lo recubre nunca se sabe si es de provisión atmosférica o fruto de alguna reverberación subcutánea.

Agregaría que, como afuerinos, no portábamos las vestiduras propias para la ocasión, ya que diferían con las de todo el resto. Que el agua se desprenda copiosa del cielo, no es sinónimo de abrigo en todos los rincones, pero por esos tiempos lo anterior todavía no nos hacía sentido.

Mi compañero se había calzado un impermeable relleno con plumas, de esos que van haciendo olas entre relleno y costuras. Quién iba a pensar, entonces, en la escena kusturiçaniana que se produciría por tal desatino.

Santa Teresa, sobre una colina que domina gran parte de la ciudad, nos acogía entre sus encantos, por esos días salvajes en que nuestra juventud se encontraba con la llave toda abierta y éramos gobernados por la locura, la cual nos hacía poner el riesgo bastante más arriba en la lista y donde todo era ir para adelante. Habrán pasado unos quince años ya, desde que hacíamos los días en la gran ciudad carioca, en un viaje de pulgares arriba y de escasos e interrumpidos duros.

Ese día había doblado su primera parte dejando ir bastante agua desde el cielo y, fue en su descanso, cuando prendimos el bondinho, aquel tranvía que siempre roba una parte de la película fotográfica de cualquiera que se haga visible en tan bello barrio de la ciudad. El transporte iba repleto a esa hora luego de la jornada, al punto que dudamos por un momento si lograríamos incorporarnos en ese giro. Con nuestros bolsillos permanentemente extenuados, optamos por viajar de pie sobre los costados, los cuales tienen diseñados especialmente una barra por arriba y una tabla por debajo en todo el largo, ubicación que no precisa hacerse de un boleto. Basta con hallar arrimo.

Pedro hubo de arquearse completamente para hacer pie en el flanco del bondinho, ya que una señora ocupaba el espacio inmediatamente interior a la posición que describía. No era del todo cómodo, pero el aventón que necesitábamos para llegar a casa sobre el cerro, no era extenso, sino sólo escarpado.

Fue la pasada por un puente donde el imprevisible absurdo apareció en pleno. Los fierros cruzados que se apostaban sobre las barandas de aquella armazón, que servían de protección a los viajantes, hizo contacto con su espalda hecha arco, la que comenzó a resbalarse sobre la estructura conforme el avance del tranvía. En segundos el primer alambrón desgarró la tela de su abrigo y montones de plumas comenzaron a flotar dentro de la máquina, mientras los cuerpos sudorosos de los viajeros iban poco a poco incorporándolas de manera ineludible. La parka terminó por liberar todo su contenido haciendo una nube de pelo aviar que se suspendió por varios minutos dentro del colectivo. El toser de los ocupantes se hizo parte entre las risotadas que causaban las pieles morenas sembradas de blancas plumas de ganso.

Desde entonces, cada vez que echo vista atrás, como hago ahora en este bar porteño en que me nombras con aprecio Santa Teresa, no hay quien no se suba a ese gallinero express y se sume a esa hilarante escena carioca. Todavía me doblo de la risa con mi propio relato, así que mejor no preguntes si he estado ahí o no.


25 Nov. 06

Esto, para volver

5.2.05

La tienda de ropa de niños

Erase una vez un niño azul enamorado del azul que estaba todo vestido de azul tenía todos sus juguetes color azul de ojos también azul. Un día encontró un niño rojo enamorado del rojo que estaba todo vestido de rojo tenía todos sus juguetes rojos y de pelo también rojo.
Es más bello el azul, decía el primer niño, es más bello el rojo respondía el otro. Así pasaban semanas enteras discutiendo, casi hasta pelearse. Es más bello el azul, es más bello el rojo, hasta que un buen día llegó una niña con los ojos azules y el cabello rojo, la falda azul y la polerita roja. ¿Cuál es el color más lindo? le preguntaba el niño del pelo rojo haciendole una caricia en su cabello rojo. ¿Cuál es el color más lindo? le preguntaba el niño de los ojos azules mirándola a sus ojos azules. La niña dijo vengan conmigo. Los tomó de la mano, los llevó a un bellísimo prado y dijo: el color más bello es el verde.