11.2.05

La mujer toma el documento mientras repasa su cara con una mirada fija. El tipo, de manos en los descansos del pantalón, le corresponde descuidadamente escaneándole también su rostro moreno, en una revisión serena. Unas cejas de buen día para esa fría mañana capitalina. La policía abre el libreto de identificación del muchacho mientras pregunta a éste su procedencia. No consigue aún respuesta cuando algo se desbarata de entre las hojas. Un bultito informe bota dos veces en el mesón y luego se aloja en medio de la alfombra al interior de la pequeña oficina de recepción aduanera. Hep!, suelta el extranjero al imaginarse haber visto caer algo desde el pasaporte, en lo que sería tal vez, su única señal de duda. Es verde, agrega seca la mujer, conforme regresa sus ojos serios a la cara del individuo dejando implícito el requerimiento de alguna explicación. La calma volcada por el andaluz le exige ir por más pruebas, por lo que toma la libreta suavemente con la yema de sus dedos y comienza a darle blandos golpecitos contra el mostrador. Cada sacudida libra una y otra traza de alguna hierba foránea, al punto de sembrar una pequeña superficie en el mesón. Qué es esto, pregunta la policía ya en forma más grave, pero sólo consigue que el hombre disponga hacia abajo las comisuras de su boca, al tiempo que en su garganta resuena un escueto murmullo con tono de ingenuidad. La policía utiliza una de las hojas duras del pasaporte para cercar los flancos de aquella materia diseminada y le hace un ademán para que éste se decidiera a prestar una aclaración coherente. Los hombros alzados del hombre ignorando el descuido, unido a su natural postura lacia, termina por desvanecer toda posibilidad de incriminación. Vencida por la displicencia del versado trotamundos, la mujer empuña el timbre y lo estampa dos veces sobre el visado, autorizando su entrada. El tipo, con alguna ligereza, envaina el documento y se echa al hombro el morral que había dispuesto entre sus tobillos para dirigirse entonces hacia las puertas de acceso del terminal. Quince pasos ciegos a un ritmo superior al promedio, paridos quizás por la íntima incertidumbre de que todavía algo pudiese deponer la venia recientemente obtenida. Su mente, atrapada aún en el sobresalto, iba observando detalles, buscando entender lo que no podía explicarse al dejarle el protagonismo estrictamente a la mera fortuna. De pronto, el hombre detiene su marcha y, brazos en jarra, vuelve ligeramente su cabeza hasta meter apenas por un costado de su rango visual, a la policía, que a tal distancia era sólo un borrador de ella. La observa por un momento. El inconveniente no le dejaba de intrigar. Únicamente le era más legible con una mirada más suspicaz, al imaginarse, análogamente, a una crupier utilizando su antebrazo y mano para recoger las apuestas del mesón mientras sentencia al público, ganó la casa. La mujer, que entonces atendía al siguiente pasajero, accidental o quizás intuitivamente, levanta y gira la cara calzando con él sus ojos. Apenas unos segundos y desacoplan. Ella vuelve a sus códigos muy tranquila. Retoma él su ruta y desaparece de la sala. Su cabeza se ve que iba meneándose levemente.





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03 Jul. 06

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