3.9.05

Patrimonio. se nos escapa por entre los dedos

Con paciente calma un hombre se levanta y deja, luego de un gran letargo, su lecho. Tibio aún su cuerpo, abre las cortinas permitiendo la sutil invasión de luz de un gran día de otoño. El sol levanta las aves y fulmina los parques y prados. Fulgurante, la gente taconea por veredas y puentes, entre pasadizos y ramblas. Una ciudad premunida de valiosos patrimonios resplandece. Se abre a un nuevo día. El hombre lo palpa al asomar sus narices por el balcón que lo acerca un poco más a ella. Experiencia el frío matinal tan puro como el manantial que reverbera pasos arriba, apenas fuera de la urbe.

Lo esencial. Seña de sabiduría. Resultado del paso del tiempo. Fruto del fin de ciclos. La vida humana, en cada cambio de etapa, termina por encontrarse con ámbitos que lo acercan mucho más a lo que constituye su esencia. Lo fundamental. Cosas simples. Aunque a veces se producen conexiones esenciales más precoces cuando se experimenta un trauma de antes-después en la vida, sólo al final de ésta, se alcanzan estados más plenos, niveles más puros. La experiencia lleva a dejar a un lado lo anexo, lo complementario, las hipérboles, la rimbombancia, lo descartable, lo propio como objetivo único. Vila Matas nos dice "nunca es tan sabrosa la fruta como cuando se pasa; el mayor encanto de la infancia se encuentra en el momento en que termina". Consecuentemente con lo que hemos declarado, en la medida que se van quemando etapas, se puede alcanzar estados más simples, donde lo medular es el único objeto. Los distractores pierden su aroma y colorido, dando paso a lo relevante: la esencia.

Es precisamente esta última, la que tiene más sin cuidado a los timoneles del motor de nuestra sociedad, a juzgar por la dirección por la cual navegamos. Lo esencial todavía no constituye un objetivo primario en nuestro desarrollo ni en nuestro quehacer como país. Nuestra esencia no nos es fundamental. En otras palabras, aún no nos reconocemos a nosotros mismos. Desde el momento en que nos invitamos a no mirar hacia atrás e intentamos dar vuelta la hoja para dar paso al futuro, no hacemos otra cosa que desconocer quienes somos y que hemos hecho. Dejamos de ocuparnos de lo que hemos experienciado y de lo que hemos aprendido como sociedad, nuestra historia común, que constituye lo que somos y que, por lo demás, es lo único que tenemos, ya que en realidad, el futuro no existe. De la misma forma, los pueblos originarios que nos antecedieron no son valorados. No admitimos su participación cultural, social ni menos genética en nuestra idiosincrasia. Las huellas de nuestros antepasados se han ido borrando, por nuestra acción destructiva o por descuido, ya que no le hemos concebido virtud alguna a sus logros conseguidos bajo condiciones que hoy también compartimos. No hemos aprendido de los nativos, a diferencia de muchas naciones, tanto más maduras que la nuestra, donde sí se les reconoce, sí se les respeta, sí se les protege y sí se les integra. Los chilenos, en cambio, nos avergonzamos de aquellos que compartieron nuestras tierras en tiempos lejanos y cuyos descendientes hoy forman parte de nuestro propio país.

Quitamos la vista sobre nosotros mismos y la ponemos en lo que no es propio.

Esto se palpa en la forma como concebimos los modelos extranjeros que se buscan introducir en nuestro país. Las oportunidades que ofrece el mundo actual no son ejecutadas desde la plataforma que constituye la sociedad chilena. Muy por el contrario, la mayor parte de las veces, se practica una copia fiel de experiencias foráneas, las cuales no necesariamente serán exitosas por muy afín que sea la imitación del modelo importado. Lo auténticamente nuestro queda fuera a la hora de incorporar iniciativas que han sido beneficiosas en otros lugares. En vez de hacerse adaptaciones, se obvía nuestra realidad social y cultural.

En la mayoría de los países del hemisferio norte, se puede vivir en entornos muy sencillos, limpios, diversos, en ciudades de múltiples tamaños, con un nutrido ambiente cultural, donde lo propio y su historia, forman parte de los ciudadanos. Están totalmente integrados en ellos. La imagen descrita de nuestro amanecedor con que despertamos en esta narración, puede ocurrir en muchas latitudes, tan peculiares como ellas mismas. Los ejemplos de gran confluencia cultural en el mundo, nos muestran como algo natural y familiar el hecho de querer desenvolverse en un entorno cálido y fraterno, lleno de las cosas más simples de la vida cotidiana. Nos evoca un lugar donde seguramente querríamos vivir. Algo esencial. Sin embargo, parece inconcebible que no quisiéramos para los chilenos una realidad así en nuestro país o, para no ir tan lejos, en nuestra propia ciudad o barrio. Algo tan cercano, como el lugar que habemos elegido para vivir y por el cual debiésemos estar dispuestos a defender y preservar. Sin embargo, nuestro patrimonio urbano tampoco constituye una prioridad para la sociedad chilena. No defendemos nuestra comunidad, porque no alcanzamos siquiera a quererla, a sentirla nuestra. Por lo tanto, no la protegemos de sus contaminantes, intervenimos sin ningún cuidado, desfiguramos y degeneramos lo que ha sido la corta era de lo nuestro, para traicionar nuestro propio patrimonio, que termina siendo nuestro ejercicio más tradicional. En forma irónica, podría perfectamente decirse que la destrucción de lo propio llega a formar parte de nuestro folclor o de nuestras actuales costumbres.

En Chile se opera en un marco estable para la inversión, donde muchas de las veces se descuidan los intereses generales. Vivimos un momento en que lo único válido es la propiedad privada y no así lo público. Como la concentración del poder se encuentra en pocas manos, se explica que, de alguna forma, las leyes protejan los bienes de esos pocos y queden descuidados los intereses de la sociedad como un todo. Esto no es más que una condición cortoplacista porque, si bien, mucho aseguran sus vidas los que conforman el pequeño grupo de poder, ni siquiera su descendencia podrá gozar de los tesoros patrimoniales que son objeto de abuso por ellos mismos. Este es un grave problema de nuestro modelo económico. El desarrollo no labora en un marco legal competente y por tanto, vemos vulnerado el patrimonio nacional una y otra vez ante las presiones económicas de esta minoría. El desarrollo no incorpora lo que significa el patrimonio de Chile y lo que nos interesa preservarlo. A nadie le hemos dicho como hay que operar en nuestro país ni tampoco hemos puesto limitaciones reales, que funcionen. Cuando alguna ley de preservación patrimonial se ha instaurado, nunca ha sido realmente adoptada y en muchas ocasiones ha caído fulminada por la elocuencia y voluptuosidad del dinero.

Aunque en los últimos años nos hemos revitalizado en muchos aspectos, no hemos dejado como país, de enfocar nuestras prioridades en proyectos e inversiones que sólo encuentran el enriquecimiento de los grupos dominantes y que no siempre dan frutos para el bien común.

La sociedad chilena, en tanto, se mantiene atónita viendo esta realidad. Nuestra despabilación, en gran parte, es fruto del trabajo comunicacional que históricamente ha efectuado nuestra prensa, que, en términos generales, no tiene un pelo de plural y ni un esbozo de independiente. El poder económico y político, a través de la información (o de la desinformación), se ha encargado de adentrar en la opinión pública sus prioridades, convirtiendo éstas en los objetivos de la sociedad como un todo. De esta forma se nos convence de que la destrucción de lo propio es parte del “progreso”, cuando en realidad, se está atendiendo a un beneficio económico para la elite dirigente. Al ruedo también salen las que constituyen nuestras grandes debilidades como sociedad: escasa participación y ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos, además del limitado pensamiento crítico y capacidad de debate. De esta forma, nos explicamos porque pareciera que a nadie le importa nada. Desinformados y abúlicos, la gente de nuestro país no participa ni tampoco busca forma de hacerlo.

Si nos ampliamos a un contexto continental, debemos ser el país que menos enraízamiento sentimos en Latinoamérica. De alguna forma nos visualizamos como una afortunada excepción al resto de los países del subcontinente. En este sentido, el papel que ejerce nuestro país en su entorno es muy concordante con el comportamiento interno. El no reconocimiento cultural e histórico como sociedad, nos hace sentirnos tan ajenos como anacrónicos como país, respecto de nuestros símiles en toda América. Nos sentimos "otra cosa", pero claramente "no sabemos que", porque ese sentimiento no nace de nuestras raíces. Desde lo esencial. Vemos y sentimos que tenemos poco o nada que aportar al mundo porque todavía no nos conocemos. Es una pubertad extendida que no nos permite aún visualizar cual es el destino al que queremos apuntar. No somos lo suficientemente maduros como sociedad para darnos cuenta, que nuestras raíces son el patrimonio con el cual contamos.

Para que el patrimonio cultural sea concebido como un concepto de todos los que compartimos un pasado y un presente, es necesario avanzar en la inteligencia social, es decir, en la capacidad de comprendernos a nosotros mismos, valorar nuestra esencia y luego aprender relacionarnos con nosotros mismos y con nuestro entorno.

La gente, los parques y prados, las veredas y puentes, los pasadizos y ramblas, los edificios, culturas y tradiciones. Lo más esencial y que ha sido parte de la manifestación de nuestra historia, es nuestro patrimonio. Lo que nos pertenece. El patrimonio es el producto que permite a los pueblos fortalecer sus valores y creencias, formando una idea de pertenencia a un tiempo histórico y que permite a las culturas diferenciarse de otras identidades territoriales.

Europa llegó a límites siderales para empezar a mirarse hacia adentro y crecer en la asepsia que constituye el entorno si hay objetivos comunitarios. La reacción de supervivencia, que nace en post guerra lleva a cambiar la autodestrucción por objetivos comunes de respeto y cooperación mutua para preservarse y desarrollarse.
A nuestra sociedad, no le hace falta llegar a límites tan altamente costosos. Debemos buscar en lo más íntimo de nuestro camino, ver los pasos que hemos dado, las huellas que hemos dejado en nuestra tierra, para rescatarlo y preservarlo.
Desde ahí podremos proseguir nuestro camino en forma más segura. Sin requerir de evaluaciones de los más grandes acerca de como lo estamos haciendo. Sin utilizar necesariamente modelos foráneos sino ahora también creando los propios. La confianza en las raíces. Si participan todos en este desarrollo, lo haremos de manera exponencial. Porque lo haremos desde nuestra esencia para nuestro bien común. Podremos salir al balcón a experienciar el frío matinal, puro como el manantial que reverbera pasos arriba, apenas fuera de la urbe.



Valparaíso, 28 Abril 2005

1 comentario:

pablo dijo...

Diría que acá se usa mucho más el email y muy poco el blog. Los comentarios llegan todos por esa vía.
Es una lástima porque lo más interesante es el intercambio de puntos de vista que permite esta herramienta.

Seguimos en el objetivo de intercomunicarnos