9.2.05

El bondinho

Diría muy parecido a Valparaíso el lugar. Subimos con mi amigo a un tranvía esa tarde, luego de una lluvia, que en tierras colindantes a la línea imaginaria que alguien llamó cero, cuando se presenta, el aire se colma de humedad y la película que a uno lo recubre nunca se sabe si es de provisión atmosférica o fruto de alguna reverberación subcutánea.

Agregaría que, como afuerinos, no portábamos las vestiduras propias para la ocasión, ya que diferían con las de todo el resto. Que el agua se desprenda copiosa del cielo, no es sinónimo de abrigo en todos los rincones, pero por esos tiempos lo anterior todavía no nos hacía sentido.

Mi compañero se había calzado un impermeable relleno con plumas, de esos que van haciendo olas entre relleno y costuras. Quién iba a pensar, entonces, en la escena kusturiçaniana que se produciría por tal desatino.

Santa Teresa, sobre una colina que domina gran parte de la ciudad, nos acogía entre sus encantos, por esos días salvajes en que nuestra juventud se encontraba con la llave toda abierta y éramos gobernados por la locura, la cual nos hacía poner el riesgo bastante más arriba en la lista y donde todo era ir para adelante. Habrán pasado unos quince años ya, desde que hacíamos los días en la gran ciudad carioca, en un viaje de pulgares arriba y de escasos e interrumpidos duros.

Ese día había doblado su primera parte dejando ir bastante agua desde el cielo y, fue en su descanso, cuando prendimos el bondinho, aquel tranvía que siempre roba una parte de la película fotográfica de cualquiera que se haga visible en tan bello barrio de la ciudad. El transporte iba repleto a esa hora luego de la jornada, al punto que dudamos por un momento si lograríamos incorporarnos en ese giro. Con nuestros bolsillos permanentemente extenuados, optamos por viajar de pie sobre los costados, los cuales tienen diseñados especialmente una barra por arriba y una tabla por debajo en todo el largo, ubicación que no precisa hacerse de un boleto. Basta con hallar arrimo.

Pedro hubo de arquearse completamente para hacer pie en el flanco del bondinho, ya que una señora ocupaba el espacio inmediatamente interior a la posición que describía. No era del todo cómodo, pero el aventón que necesitábamos para llegar a casa sobre el cerro, no era extenso, sino sólo escarpado.

Fue la pasada por un puente donde el imprevisible absurdo apareció en pleno. Los fierros cruzados que se apostaban sobre las barandas de aquella armazón, que servían de protección a los viajantes, hizo contacto con su espalda hecha arco, la que comenzó a resbalarse sobre la estructura conforme el avance del tranvía. En segundos el primer alambrón desgarró la tela de su abrigo y montones de plumas comenzaron a flotar dentro de la máquina, mientras los cuerpos sudorosos de los viajeros iban poco a poco incorporándolas de manera ineludible. La parka terminó por liberar todo su contenido haciendo una nube de pelo aviar que se suspendió por varios minutos dentro del colectivo. El toser de los ocupantes se hizo parte entre las risotadas que causaban las pieles morenas sembradas de blancas plumas de ganso.

Desde entonces, cada vez que echo vista atrás, como hago ahora en este bar porteño en que me nombras con aprecio Santa Teresa, no hay quien no se suba a ese gallinero express y se sume a esa hilarante escena carioca. Todavía me doblo de la risa con mi propio relato, así que mejor no preguntes si he estado ahí o no.


25 Nov. 06

Esto, para volver